miércoles, 20 de febrero de 2013

Si supieran


Salem, 1692

 
–Sarah ¡Dios mío, Dios mío!... Tengo miedo. ¿Qué será de mis hijos Sarah? –dijo Elizabeth Howe en medio de un llanto profundo, resignado, que le cortaba la respiración.

Sarah Good no respondió. El silencio habría reinado en ese lugar de no ser por las acusaciones que, en ese momento, eran leídas en voz alta para que todos escucharan, para que no quedara duda alguna. A pesar de todo, los acusados preferían escuchar esas palabras condenatorias, preferían las injurias y las mentiras, cualquier cosa que interrumpiera ese silencio que inundaba sus oídos, sus venas, sus pulmones y los hacía sentirse muertos.

“¿Qué será de mis hijos Sarah?” La pregunta aún resonaba en su mente, pero no podía comprenderla, esas palabras eran sólo ecos sin sentido que se repetían sin tregua. Sarah no podía apartar su pensamiento de la ironía que había en todo aquello, en su apellido y en la acusación en su contra: Sarah Good, una Sarah Buena que estaba a punto de ser ahorcada bajo la acusación de cometer brujería.

Unas ganas de reír imparables se estaban apoderando de ella, quería reírse a carcajadas; que su risa interrumpiera esas estúpidas palabras que el juez pronunciaba; burlarse de todo aquello, de su estúpido apellido, de los asquerosos rostros de todos los que la observaban, de la soga alrededor de su cuello, del llanto de Elizabeth Howe.

–Sé porque estás tan tranquila Sarah –dijo John Proctor, quien estaba a su lado, sereno e impasible– Tú sabes que Dios los condenará por esto, arderán en el infierno por lo que han hecho.

Sarah ya no quiso reírse. “Si supieran”, pensó divertida, lo único que deseaba era que todos lo supieran, sí, que lo supieran; quería gritarles a todos que se declaraba culpable, que había dejado de creer todas las mentiras que había dicho en su defensa. Dios la había abandonado, tal vez nunca había existido para ella. Sabía que era malvada y perversa porque lo había oído cientos de veces fuera y dentro de su cabeza y, cientos de veces, había implorado al demonio que viniera por ella, que se la llevara antes de que esos infelices tuvieran el placer de cumplir su sentencia.

Entonces, con una súbita inspiración – ¿divina o demoniaca? –, Sarah supo lo que debía hacer. Soltó una carcajada, dio un paso al frente y, por fin, ya no escuchó el llanto de Elizabeth.


por Andrea Silva Martínez

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