Salem, 1692
–Sarah ¡Dios mío,
Dios mío!... Tengo miedo. ¿Qué será de mis hijos Sarah? –dijo Elizabeth Howe en
medio de un llanto profundo, resignado, que le cortaba la respiración.
Sarah Good no
respondió. El silencio habría reinado en ese lugar de no ser por las
acusaciones que, en ese momento, eran leídas en voz alta para que todos
escucharan, para que no quedara duda alguna. A pesar de todo, los acusados
preferían escuchar esas palabras condenatorias, preferían las injurias y las
mentiras, cualquier cosa que interrumpiera ese silencio que inundaba sus oídos,
sus venas, sus pulmones y los hacía sentirse muertos.
“¿Qué será de mis
hijos Sarah?” La pregunta aún resonaba en su mente, pero no podía comprenderla,
esas palabras eran sólo ecos sin sentido que se repetían sin tregua. Sarah no
podía apartar su pensamiento de la ironía que había en todo aquello, en su
apellido y en la acusación en su contra: Sarah Good, una Sarah Buena que estaba
a punto de ser ahorcada bajo la acusación de cometer brujería.
Unas ganas de reír
imparables se estaban apoderando de ella, quería reírse a carcajadas; que su
risa interrumpiera esas estúpidas palabras que el juez pronunciaba; burlarse de
todo aquello, de su estúpido apellido, de los asquerosos rostros de todos los
que la observaban, de la soga alrededor de su cuello, del llanto de Elizabeth
Howe.
–Sé porque estás
tan tranquila Sarah –dijo John Proctor, quien estaba a su lado, sereno e
impasible– Tú sabes que Dios los condenará por esto, arderán en el infierno por
lo que han hecho.
Sarah ya no quiso
reírse. “Si supieran”, pensó divertida, lo único que deseaba era que todos lo
supieran, sí, que lo supieran; quería gritarles a todos que se declaraba
culpable, que había dejado de creer todas las mentiras que había dicho en su
defensa. Dios la había abandonado, tal vez nunca había existido para ella.
Sabía que era malvada y perversa porque lo había oído cientos de veces fuera y
dentro de su cabeza y, cientos de veces, había implorado al demonio que viniera
por ella, que se la llevara antes de que esos infelices tuvieran el placer de
cumplir su sentencia.
Entonces, con una
súbita inspiración – ¿divina o demoniaca? –, Sarah supo lo que debía hacer.
Soltó una carcajada, dio un paso al frente y, por fin, ya no escuchó el llanto
de Elizabeth.
por Andrea Silva
Martínez
Cuentazo, Andy!
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