miércoles, 6 de febrero de 2013

La Golondrina y el Sol

por Jessica Alvarado Acosta

Después del séptimo día, cuando Dios concluyó la creación del mundo y de todo lo que nos rodea, y después de haber creado a Adán y de éste a Eva; aquella creatura que lo complementara, y después de que éstos, los primeros hombres probaran del fruto que les era prohibido, y después de haber sido desterrados del paraíso, Dios, cansado, consternado y hasta algo decepcionado, decidió dar una vuelta por el mundo terrenal. Descalzo comenzó a caminar.

   Inquieto, observaba el lienzo que él mismo creó; era sublime, simplemente impresionante la manera en cómo pasó, de una hoja en blanco, a un retablo lleno de color y sin ningún espacio por llenar. Sin embargo, en ese lugar hacía falta lo más importante: el motivo de su existencia. Un motivo verdadero que tuviera el poder para reponer la desobediencia de Adán y Eva.

   De pronto, hubo algo que llamó enormemente se atención: una golondrina que estaba parada sobre una piedra grande y empinada, observaba fijamente el cielo; volaba tan alto, regresaba y volvía a emprender el vuelo. No despegaba los ojos del cielo. Dios, lleno de curiosidad, se acercó y observando el recorrido de la golondrina, se percató del motivo de la insistencia de su vuelo: permanecer cerca del sol y contemplarlo. La miró por un largo rato y ésta hacia exactamente lo mismo, y al percatarse de la exactitud de los movimientos del ave, y de su peculiar objetivo, llegó a la conclusión (esto también porque conoce a la perfección sus propias creaciones) de que la golondrina estaba enamorada; irreverentemente enamorada del sol. ¿Cómo detenerla?, ¿cómo desmentirla?, si la perfección de su vuelo, su altura, sus movimientos, lo decían todo.

   Fue entonces que se le ocurrió una idea para acercar a aquella ave al amor, y así, pudiera darle un sentido más profundo al perfecto Edén, que ahora se encontraba solo y vacío de la creación tan única y especial como lo fue la del hombre y la mujer. Se acercó a la golondrina y le planteó la posibilidad de que pudiera enamorarse de verdad, hacerlo con la misma devoción con que creía amar al sol, y dar frutos de este amor cuando así tuviera que suceder.

   Reunió a todas las aves de cada especie y les pidió que le hicieran saber al ave de ojos negros, que aceptara ser diferente, que aceptara que él la ayudara para que pudiera ser correspondida en el amor, que se diera la oportunidad de ser una mujer y enamorarse de otra ave u otra especie, a la cual Dios convertiría en hombre. La golondrina, al escuchar esto, alzó el vuelo y mediante un armonioso canto, aceptó encantada y eligió al sol como pareja. Pero Dios se acercó a ella y le dijo que con el luminoso astro, no era posible; no eran de la misma especie, ni siquiera de la misma naturaleza, además, el sol era irremplazable e imposible de crear nuevamente.

   La golondrina calmó su alborotado vuelo, alzó la mirada al cielo, e inmediatamente pidió a las aves con su canto que le hicieran saber al creador, que no aceptaba, sin el sol, su verdadero amor, no había nada. Ellas así lo hicieron y Dios le dijo que lo pensara, la esperaría antes del atardecer en el mismo lugar donde se encontraban y ahí podría darle su respuesta definitiva.

  Llegó el momento, ambos estuvieron puntuales. El sol ya casi se escondía. Dios, por medio de un colibrí que lo acompañaba preguntó a la golondrina cuál era su decisión, ésta, firme y decidida, con la ayuda de su canto, le respondió: “Ser una mujer y vivir como los hombres sería una oportunidad única, pero si aceptara, sólo podría contemplar al sol cuando mire hacia arriba. Yo lo amo. Y aunque él no me conteste sé que siente lo mismo porque lo percibo en su brillo y su calor. Soy golondrina y así me quiero quedar, porque es así como puedo llegar hacia él, con mi vuelo, siempre que yo quiera, desde las primeras horas que sale y hasta que duerme. Una mujer tal vez tenga lo que el resto de las especies no, pero le faltan alas, las alas que tengo yo. Así puedo ir con él a dónde vaya, por siempre y hasta que las fuerzas se me acaben. Si fuera mujer, no podría verlo ni siquiera de frente, su brillo es demasiado para la vista de los humanos, en cambio yo, podré hacerlo siempre, porque el negro de mis ojos me lo permite y así lo quiere.”

   El sol se ocultó por completo y Dios al escuchar esto, cayó en la cuenta de que su proposición fue la correcta, porque con esto comprobó el amor verdadero que la golondrina sentía por el sol. Sonrió. Valió la pena aquella perfecta y maravillosa creación. Valió la pena tanto amor.

   A partir de ese momento, cada vez que ocurre un eclipse y el astro de luz se obscurece por completo, se dice que es porque el brillo del sol se ha fusionado con el color azabache de la golondrina. Ese, es el día del amor.

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