jueves, 14 de marzo de 2013

¿Llorarle a Peña?



Cecilia Sánchez

Hugo Chávez, el padre de los venezolanos, caudillo, justiciero, con fervientes admiradores y enemigos profundos, personaje provocador de toda clase de opiniones tan contradictorias como él mismo. Con su muerte el pasado 5 de marzo a causa de cáncer, deja a Venezuela en el desamparo: vastas cantidades de venezolanos salieron a las calles a despedirlo, a gritar por la supervivencia del chavismo aunque su representante se haya ido. La reacción del pueblo venezolano es algo insólito para nosotros: ¿cuándo nos veremos en la situación de llorarle a un gobernante, por lo general un mal progenitor que no hace más que desviar la mirada cuando uno intenta verlo a los ojos? Intocable como un dios, moviéndose en las esferas del poder con un apetito casi tan agudo como el de su pueblo.  

Y menos ahora. En la silla presidencial está Enrique Peña Nieto, que precisamente causó, desde los días de su campaña en 2012, el efecto contrario en gran parte de la sociedad. Su contendiente más fuerte, Andrés Manuel López Obrador, figuraba como ese posible modelo de caudillo latinoamericano,  pero en México la cultura política no es tan fuerte ni está tan arraigada como en Venezuela, y la lucha que se hizo desde la trinchera estaba, desde su origen, casi destinada al fracaso. 

Chávez sostuvo con mano firme su rechazo contra el imperialismo norteamericano en aras de mantener la soberanía del pueblo. Qué tanto lo logró y cuáles fueron las consecuencias no es aquí el tema, sino poner de relieve hasta dónde la figura de un hombre puede llevar a que se tomen decisiones tales como embalsamarlo tras la muerte, hasta dónde la admiración puede o no mutar en fanatismo, y que, dentro de los mexicanos, permanece burbujeante la esperanza de la llegada un gobierno paternalista que nos de, como lo hizo Chávez, un lugar en la participación política: que nos deje un pedacito del pastel.

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